América Latina se enfrenta a una disyuntiva: comercio en condiciones o construcción a base de deuda.
- boliviamultipolar
- hace 5 días
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América Latina vive una coyuntura que recuerda su proceso de inserción subordinada al sistema internacional, desde su concepción como una extensión territorial de las colonias europeas hasta su rol en el cinturón de seguridad hegemónico estadounidense. Si bien, las formas actuales se expresan a través de instrumentos económicos más sofisticados y discursos que se presentan como modernización neutral o cooperación técnica, la región vuelve a ocupar el centro de una disputa entre potencias, no porque sea un espacio pasivo, sino porque su territorio, sus recursos, sus rutas logísticas y su peso geoeconómico adquieren una relevancia renovada en un escenario global en transformación. Esta disputa no se manifiesta mediante intervenciones militares directas ni ocupaciones formales, sino mediante medidas arancelarias, sanciones financieras, infraestructura estratégica, financiamiento condicionado y redes tecnológicas. Washington y Beijing utilizan herramientas distintas, pero ambas buscan orientar, influir y condicionar el actuar de los Estados latinoamericanos que, por su heterogeneidad interna y sus condiciones históricas, aún no han logrado consolidar una voz común capaz de negociar en condiciones más simétricas.
Tanto Estados Unidos como China operan desde intereses propios y persiguen objetivos estratégicos que no siempre coinciden con las prioridades latinoamericanas. Lo que sí coinciden es en el método: construir relaciones de influencia capaces de proyectarse hacia el futuro. Uno lo hace mediante instrumentos de presión inmediata, sujetando economías a la volatilidad de sanciones, tarifas o certificaciones regulatorias; el otro mediante la construcción de grandes obras, proyectos de infraestructura, financiamiento rápido y presencia tecnológica de largo aliento. La pregunta fundamental no es cuál potencia es más conveniente, sino cómo América Latina puede evitar que su destino se defina exclusivamente por las decisiones externas de esos dos gigantes.
Estados Unidos ha recurrido de manera cada vez más frecuente a instrumentos arancelarios y coarcitivos como mecanismos de influencia política. Las tarifas, que solían estar vinculadas a debates sobre competitividad, reglas comerciales o prácticas desleales, hoy aparecen asociadas a temas tan variados como seguridad fronteriza, migración, tensiones políticas internas, ciberseguridad o disputas de liderazgo internacional. Diversos episodios recientes muestran que decisiones de política comercial adoptadas en Washington pueden estar motivadas por preocupaciones domésticas que luego se proyectan como presiones hacia América Latina. Lo llamativo de estas medidas es su inmediatez: su adopción genera efectos directos en el flujo de mercancías, en el comportamiento de las inversiones y en la estabilidad de sectores completos. Cuando se impusieron tarifas punitivas a productos brasileños durante un contexto de disputas institucionales internas en ese país, el impacto fue inmediato en la relación bilateral. Lo mismo sucedió cuando se anunció la aplicación de tarifas del 25% a exportaciones mexicanas y centroamericanas bajo argumentos vinculados a la seguridad fronteriza. Estas medidas produjeron incertidumbre y tensiones no solo entre gobiernos, sino también en cadenas de valor profundamente integradas.
El caso de las sanciones económicas a Venezuela y Nicaragua revela otra dimensión de la política de Washington: la capacidad de asfixiar financieramente a países enteros mediante restricciones al comercio de bienes estratégicos, al acceso a la banca internacional o a la venta de petróleo. Estas sanciones generan debates sobre su eficacia, su legitimidad y sus repercusiones humanitarias. Las cuales producen consecuencias regionales: olas masivas de flujos migratorios, aumentos en la demanda de servicios sociales, tensiones laborales y riesgos en frontera. La economía latinoamericana es extremadamente sensible a las decisiones adoptadas por Estados Unidos, por lo que toda medida arancelaria tiene efectos sistémicos. La dependencia no sólo se expresa en el volumen de comercio que la región mantiene con Estados Unidos, sino también en la centralidad del dólar en transacciones, reservas, deuda externa y sistemas de pago.
China, por su parte, despliega una estrategia basada en infraestructura y financiamiento. El discurso que acompaña estas obras suele centrarse en la cooperación, la conectividad y el desarrollo mutuo. Y es cierto que muchas de estas inversiones atienden necesidades reales: déficit en carreteras, capacidad portuaria limitada, rezagos energéticos o falta de infraestructura tecnológica. Sin embargo, la infraestructura es también una forma de poder. Un puerto no sólo mueve mercancías; organiza flujos comerciales, determina rutas y reconfigura decisiones productivas. Una planta de energía no sólo genera electricidad; vincula al país receptor con tecnologías específicas, proveedores determinados y compromisos financieros a largo plazo.
El puerto de Chancay, en Perú, es un ejemplo emblemático de este fenómeno. Su construcción ha sido presentada como un salto logístico hacia el Pacífico, capaz de conectar a Sudamérica con Asia sin intermediarios. Sin embargo, también implica que un actor externo opera un nodo estratégico de la red marítima regional. Proyectos energéticos y de transporte en Argentina, Brasil, Bolivia o Venezuela tienen características similares: modifican el comtexto económico y territorial de manera duradera. Cuando un país depende de la infraestructura construida con tecnología, financiamiento y gestión de un actor externo, se vuelve más vulnerable a los cambios en esa relación.
Del mismo modo, el financiamiento chino, aunque ágil y menos condicionado al de organismos financieros internacionales, genera obligaciones de pago que pueden presionar las cuentas públicas. En situaciones de crisis, el país acreedor adquiere un poder significativo en renegociaciones. Esto explica por qué incluso los gobiernos que reciben estos recursos con entusiasmo buscan equilibrar su dependencia financiera diversificando socios o estableciendo marcos regulatorios más robustos para la toma de decisiones.
Aunque ambas estrategias: la punitiva de Estados Unidos y la infraestructural de China, se presentan como opuestas, operan en realidad sobre el mismo terreno, la vulnerabilidad estructural latinoamericana. La región importa bienes manufacturados y exporta recursos naturales; cuenta con mercados financieros frágiles, sistemas logísticos incompletos y agendas tecnológicas rezagadas. En este contexto, cualquier actor externo capaz de imponer reglas o proveer soluciones adquiere un poder desproporcionado.
Los países latinoamericanos han intentado responder con estrategias heterogéneas. Brasil procura un equilibrio delicado, manteniendo a China como su principal socio comercial y receptor de proyectos estratégicos, al tiempo que busca no entrar en confrontación abierta con Estados Unidos. México está profundamente integrado a las cadenas productivas estadounidenses, pero reconoce la necesidad de diversificación para reducir su dependencia. Chile y Perú mantienen una relación estrecha con Asia debido a su estructura exportadora basada en minerales críticos. Colombia diversifica progresivamente, pero continúa dependiendo de acuerdos de seguridad con Washington. En el Caribe se observan tensiones entre la necesidad de infraestructura y las presiones estadounidenses en áreas financieras y diplomáticas.
Sin embargo, esta búsqueda de equilibrios individuales no suple la ausencia de una arquitectura regional consistente. La falta de integración limita la capacidad de negociación. Mientras las potencias actúan con visión estratégica global, la región enfrenta la negociación desde su fragmentación. El resultado es una asimetría natural: cada país enfrenta por sí solo presiones que superan su fuerza relativa.
La pregunta clave no es, entonces, si América Latina debería alinearse con Estados Unidos o con China. La pregunta es cómo construir soberanía en un contexto donde ambos actores buscan influir en sus decisiones. La región no necesita elegir un bando, sino elaborar un proyecto propio. Un proyecto que incluya diversificación productiva, fortalecimiento institucional, mayor integración regional en infraestructura y energía, innovación tecnológica autónoma y diplomacia coordinada. Sin estos elementos, cada país, incluso los más grandes, seguirá respondiendo a presiones externas sin capacidad de definir su propio rumbo.
La disputa entre Washington y Beijing no debe interpretarse como un dilema moral ni como una oportunidad automática. Es un escenario complejo que pone a prueba la capacidad latinoamericana de reinventar su papel en el orden global. La región puede obtener beneficios de ambos actores, siempre y cuando negocie desde la claridad estratégica y no desde la urgencia coyuntural. La autonomía no se construye aislándose de las potencias, sino participando con reglas propias y objetivos claros.
Si América Latina quiere evitar que la rivalidad entre Estados Unidos y China defina su futuro debe construir su propio centro de gravedad. La historia reciente muestra que cuando la región actúa unida, multiplica su poder negociador; cuando actúa fragmentada, queda a disposición de las potencias que moldean su destino según sus propios intereses. La tarea no es sencilla. Implica superar divisiones internas, fortalecer instituciones, planificar con horizonte de décadas y no de ciclos electorales. Pero es la única vía para que el continente deje de ser un espacio donde otros toman decisiones por él.
El desafío latinoamericano del siglo XXI consiste en abandonar la lógica del mal menor y comenzar a definir un camino propio. El objetivo no debe ser evitar la presión estadounidense ni rechazar la presencia china, sino desarrollar una capacidad colectiva de autonomía que permita seleccionar qué tipo de cooperación, infraestructura, comercio, financiamiento y tecnología contribuyen al bienestar regional. La región no tiene por qué resignarse a ser colonia arancelaria de Washington ni plataforma logística de Beijing. Puede, si lo decide, ser algo distinto: un actor autónomo, creativo, articulado y capaz de incidir en su propio destino.
La disputa imperial del siglo XXI ya está en marcha. Pero América Latina todavía puede dejar de ser terreno de competencia para convertirse en protagonista de su propia historia. Lo que está en juego no es solamente el comercio, la inversión o la infraestructura: es la posibilidad real de construir un futuro soberano en un mundo que cambia con rapidez.
Paulina Domínguez



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